El líder animal que hemos perdido

Pino  Bethencourt | 15 de febrero de 2016

ero qué animal eres!” le decimos a alguien malo, insensible o reprochable. ¡Qué gran deformación! Son muchas las palabras del mundo animal que usamos para insultar o juzgar: este es un salvaje, qué bestias los de ahí, eres burro como tú solo, qué cerdo más cerdo, bruto más que bruto, etc. Hoy en día criticamos despiadadamente todo lo Natural. ¿Será por eso que tanto ensuciamos el planeta?

Nunca habrían imaginado nuestros ancestros más antiguos que acabaríamos viviendo en espacios cerrados, amontonados unos encima de otros en torres interminables. Ni siquiera nuestros propios abuelos comprenderían cómo podemos vivir en ciudades tan enormes que nos obligan a esperar decenas de horas en el coche, sentados en un atasco o un semáforo. Y sin embargo nuestra generación ha conocido fundamentalmente esto: coche cerrado, casa cerrada, oficina cerrada. Gimnasio cerrado para mover un poco el cuerpo frente a tanto entumecimiento. Y en algún lugar a lo lejos, el mundo natural se asoma por nuestras pantallas en documentales y fotos. “Ojos que no ven, corazón que no siente”…¿no?

NO. No, no y no. Nuestro corazón siente y mucho. Echa de menos algo que no sabe cómo describir. Una sensación de libertad romántica que todos califican de sueño ridículo en nuestra sociedad, esclava del trabajo sin placer, la multinacional sin alma y la hipoteca sin razón. Nuestro corazón, nuestras tripas, todo nuestro cuerpo sigue siendo un animal salvaje. Echa de menos algo que le han quitado y no sabe cómo recuperar.

Y es que el proceso de encierro, estigmatización y domesticación de nuestro lado más animal ha sido lento, sutil y muy, muy largo. Han sido siglos y milenios de civilización progresiva los que nos han convencido de generación en generación. Las emociones, los impulsos, los instintos y las pasiones son malas, incontrolables, e incluso demoníacas. Hay que encerrarlas en cajitas, ponerles etiquetas de psicólogo sabelotodo y almacenarlas en algún rincón oscuro y lejano de nuestra mente donde ya no tengamos que oírlas chillar, llorar, o sufrir.

Entonces vamos al zoo un día y vemos al delfín en la piscina. El delfín está de pandi-juerga con los otros delfines con quienes ha vivido durante años. Muchos de los delfines que vemos en piscinas han nacido así y no conocen otra cosa. Está prohibido – y rigurosamente vigilado — importar delfines del mar en Europa y USA. Sus entrenadores viven para cuidarlos, entretenerlos, enseñarles juegos que acaban formando parte de un espectáculo familiar. Quizás el delfín se sienta melancólico en algún momento, sobre todo si el que está triste es el entrenador que lo cuida. El delfín siente lo que siente su cuidador. Son colegas de batalla. Son hermanos de manada. Se quieren, se acompañan y se recuerdan para siempre. Son familia.

Nosotros, sin embargo, no conocemos ni imaginamos tanto cariño al mirar la piscina. No. Nosotros medimos mentalmente los metros de profundidad y los metros del animal. Y sufrimos porque lo vemos encerrado en un espacio muy pequeño. El animal no ha dicho nada. El animal no cambia de cara, al menos de un modo que nosotros sepamos detectar. No. Nosotros proyectamos todo lo que habíamos encerrado en cajitas uniformadas al fondo de nuestra mente sobre el delfín. Lo vemos entumecido, maltratado por sus jefes, incomprendido por sus subordinados, falto de espacio como si pasase dos horas al día sentado en atascos, y todo lo demás. Convertimos al delfín en nuestra bandera de batalla contra la injusta encarcelación de este mundo. Porque es mil veces más fácil poner a parir al zoo que enfrentarnos a nuestras propias bestias internas, encerradas en cajitas etiquetadas por psicólogos sabelotodo en el rincón más lejano de nuestra psique.

Y así se forman legiones globales de guerreros enfurecidos empeñados en vaciar los tanques de todos los parques zoológicos del mundo. Sus repetidos hashtags en twitter no disimulan una rabia asesina, ciega y anónima, del tipo que quema a inocentes en la hoguera con información manipulada, vídeos intencionadamente deformados y comentarios dolientes contra todo el que se atreva a decir que están exagerando. Así se suicidó un entrenador de delfines español el año pasado. Había dedicado toda su vida a cuidar delfines. Murió por chillar a sus hermanos animales cuando le choteaban en un juego privado entre mascota y entrenador, como tantos juegos cotidianos entre niños traviesos y sus padres.

Se ha montado una guerra encarnizada entre dos bandos que utilizan a los pobres cetáceos en su guerra, como el cuento bíblico de los padres que fueron al juez a pelearse por su hijo y el juez les dijo que partiesen al niño en dos. Los activistas agreden todo lo relacionado con cetáceos en cautividad. Los parques ignoran y desprecian, a veces por puro temor, a las hordas activistas que los queman en las redes sociales.

Ayer aprobaron en el estado de Washington una ley para vaciar los tanques de delfines y prohibir los cetáceos en cautividad. Y sin embargo se sabe que los cetáceos en cautividad no sobreviven al volver al mundo salvaje. Se sabe porque ya fueron los activistas a sacarlos de parques en Florida, y aparecieron muertos a los pocos días, deshidratados porque no habían comido peces en varios días. Se han gastado muchos recursos económicos en intentar rehabilitar delfines cautivos para soltarlos al mar, y no han funcionado.

Pero los animalistas enfadados celebrarán con euforia esta batalla ganada porque no han mirado aún la enormidad de esta guerra: océanos sucios, cada vez más vacíos de peces, cada vez más llenos de ruido, plástico, basura y vertidos de petróleo. Océanos que se han convertido en enormes piscinas sucias y peligrosas. Tan concentrados están los animalistas en la lucha armada contra los parques que no han visto cómo los animales salvajes ya no tienen a donde ir. Hemos invadido sus hábitats, explotado hasta la escasez sus yacimientos y alimentos, y hemos puesto etiquetas a sus territorios para comprar y venderlos a diario en la bolsa como si no fuesen más que objetos desechables. Así es como mantenemos vivas nuestras ciudades modernas, vestimos ropa nueva a diario y gastamos electricidad para quince cacharros electrónicos por cabeza.

El líder humano busca desesperadamente a su parte animal sin saberlo. Nos falta, nos duele, nos llama y nos llora. Pero liberar al delfín del parque no es la solución. Es sólo un espejismo o un videojuego entretenido que nos distrae de la auténtica, profunda, milenaria llamada de lo salvaje. La vuelta a la emoción, la liberación de los instintos que hemos encerrado dentro de nosotros mismos, la búsqueda de la pasión caótica, impredecible y embriagadora que una vez fue placer de vivir en tiempos primitivos. El líder que buscamos en nosotros no es otro que el animal salvaje, bestia y pasional. El tigre, el león, el águila o el delfín.

Encontremos al líder animal que encerramos en una jaula hace tiempo y dejemos en paz a los delfines y los parques. Agradezcamos a los animales que se presten a nuestros juegos ignorantes de dinero y confiemos en que cada vez que un delfín salta en un espectáculo toca el corazón animal de un niño, un padre o un abuelo: “¡Recuerda quién eres! ¡Vive a fondo! ¡No dejes nunca de soñar! ¡Acoge lo salvaje en ti!”…y verás cómo todo lo demás empieza a fluir de nuevo.