Renace: cámbiate para cambiar el mundo

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Juanma Roca| Madrid

Los eslóganes de las mejores escuelas de negocios son tan inspiradores como fuentes de inspiración para numerosos directivos, emprendedores y creativos, que buscan ideas brillantes para alumbrar proyectos maravillosos. No en vano, como indica el recién estrenado eslogan de Wharton, las escuelas son centros  que persiguen y alimentan el “conocimiento para la acción” (Knowledge for action).

A decir verdad, no siempre salen de las escuelas esos “líderes que marcan la diferencia en el mundo”, como reza el lema de Harvard Business School; pero suele suceder, siguiendo el eslogan de Stanford Graduate School of Business, que de esas aulas salgan personas con hambre para “cambiar vidas, cambiar organizaciones y cambiar el mundo”. No hay más que acercarse a las inmediaciones de Stanford, al pie de Silicon Valley, para contemplar los casos de algunos jóvenes –y no ya tan jóvenes- que han cambiado el mundo en las últimas décadas, quizá alentados e inspirados por ese “seguid hambrientos, seguid alocados”, que proclamó Steve Jobs en su famoso discurso de Stanford en 2005.

Toda persona –y más si se trata de un emprendedor– sueña con cambiar el mundo, con dejar una huella imborrable en un sector, industria o en la sociedad en general. Pero a menudo sucede que esa visión, ese sueño, tan inspirador como magnánimo, mira tanto al exterior que se olvida del interior, de esa vida por la que debe comenzar el cambio. “Cambia vidas”, proclama Stanford; pero no es sino con la propia vida, la vida de uno mismo, por donde debe comenzar ese cambio.

Ahí debe comenzar la travesía, la auténtica transformación, en forma de una inmersión profunda no en las afueras sino en el mundo… interior, en la propia persona que vive detrás del líder. De poco servirá buscar –y aun conquistar– el mundo si uno se pierde a sí mismo por el camino; de ahí la radicalidad de comenzar esa búsqueda por la inmensidad –y a la vez, nimiedad– de uno mismo.

Por este motivo, y a pesar de que la frenética y convulsa dinámica actual exija mirar siempre al exterior, el directivo debe parar un momento, bajar al interior de sí mismo (bajar a galeras y vivir en galeras, como en su día hizo Ben Hur), para entenderse a sí mismo, discutir consigo mismo, pelearse, descubrirse y, llegado el caso, llegar a un consenso después de mostrarse completamente abierto al disenso con su propia persona.

El ciclista Lance Armstrong entendió como pocos esa bajada al interior en forma de batalla o discusión consigo mismo. En pleno apogeo y conquista del mundo a través del Tour, el cáncer le asestó una bofetada brutal. Pero, lejos de amilanarse, la respuesta del norteamericano fue directa a la yugular: “Me vi envuelto en una conversación interior con el cáncer. Intenté ser firme en mis decisiones con él. Has escogido al muchacho equivocado, le espeté confiado. Cuando buscaste alrededor un cuerpo donde vivir, cometiste un grave error al elegirme”.

Armstrong se armó de valor, se bajó de la bici para vencerse a sí mismo, y volvió a la carretera para vencer a todos sus rivales y llegar a la cima del ciclismo mundial. Emergió renacido a sí mismo con una mirada diferente, después de bajar al fondo desde la placentera superficie.

La bajada a uno mismo, ese descenso a galeras, exige una mirada sincera y honesta con la propia persona, un cara a cara frente al espejo sin tapujos ni medias tintas, con la verdad por delante…, en un momento en que la verdad del capitalismo y de numerosos altos directivos ha quedado dilapidada en forma de escándalos financieros y desmanes contables. Resulta curiosa esta paradoja, tan inherente al liderazgo (el liderazgo es una paradoja en sí mismo, pues la verdadera expresión sería la ausencia de necesidad de liderazgo, fruto del autoliderazgo de cada uno) como simbólica a la hora de enfrentarse a uno mismo en ese diálogo sincero. De poco le valdrán, en esta tesitura, al directivo grandes idealismos si se miente a sí mismo en ese cambio interior. La verdad debe presidir esa transformación y renacimiento a uno mismo, del que la persona debe salir de nuevo al exterior con una mirada nueva, diferente, limpia.

Resulta paradigmático a este respecto el caso de uno de los rostros de 2012, una de las caras del año, que, cuando se miró al espejo después de un profundo monólogo interior, despertó –renació- a sí mismo a la verdad. Ese rostro tiene nombre y apellidos, Greg Smith, y un momento, el 14 de marzo de 2012. Ese día, Greg Smith renació a sí mismo y publicó una carta –de dimisión y despedida–- en The New York Times, en donde ponía fin a una etapa exitosa como alto directivo en Goldman en plena city londinense. El de Goldman se levantó y se dijo a sí mismo: “Me di cuenta de que había llegado el momento de irme cuando vi que no podía mirarlos [a los clientes] a los ojos y decirles lo maravilloso que era trabajar en esa compañía”.

Era bonito el sueño hecho visión de cambiar el mundo, siguiendo el lema de Stanford. Pero difícilmente se llevará a cabo ese sueño si el soñador, la persona, no se cambia a sí misma, y no porque no quiera –que también– sino, sobre todo, porque se miente a sí misma cuando se mira a los ojos. Greg Smith vio la mentira en su mirada y no pudo soportarla. Hasta tal punto, que abandonó para renacer a sí mismo como persona. En realidad, fue en ese preciso instante cuando comenzó su auténtico cambio como persona y vida. Ahora solo le queda cambiar las organizaciones y, como colofón, cambiar el mundo.